Curación Tuberculosis

Ceremonia de inauguración del XIV Congreso Internacional de Medicina que se celebró en el Teatro Real de Madrid el año 1903

En el XIV Congreso Internacional de Medicina celebrado en Madrid en 1903 Abdón Sánchez Herrero fue secretario y ponente en la sección de Neuropatías con su método de psicoterapia y en la de Patología presentó los resultados de sus últimas experiencias en el tratamiento Curativo de la Tuberculosis Pulmonar.

EL TRATAMIENTO CURATIVO DE LA TUBERCULOSIS PULMONAR

Dr. Abdón Sánchez Herrero (conferencia)

Los tratamientos de la tuberculosis pulmonar empleados hasta la fecha de los estudios y experimentos clínicos, de los que voy a tener el honor de hablar, no han logrado disminuir de modo apreciable la mortalidad horrorosa causada por esta pandemia social. Comprendiendo en las estadísticas la de las ciudades, villas, lugares y aldeas, la cifra del 14 por 100 de la mortalidad total, fijada por Straus, para la mortalidad por tuberculosis, cifra que se eleva al 28, al 30 y aún al 32 por 100 en las grandes poblaciones, seguía y sigue siendo cierta, según los últimos documentos demográficos que he podido consultar. Un rápido análisis de los resultados de dichos tratamientos lo demostrara plenamente. Sobre : la creosota, el guayacol y sus derivados.—Para el que conozca los inteligentes y pacientísimos trabajos de Burlureaux, sobre la acción de la creosota en la tuberculosis, estará fuera de duda que los resultados terapéuticos que este autor no haya obtenido, no ha podido ni puede obtenerlos nadie, ni de la creosota ni del guayacol ni de ninguno de sus derivados, si al guayacol han de deber sus acciones antituberculosas.

Empezó el distinguido terapeuta por lo que tantos otros olvidan: por procurarse con su creosota alfa un medicamento de composición uniforme, demostrando de paso como la composición de las creosotas y aún de los guayacoles usados hasta entonces, la tenían tan variada que constituían agentes esencialmente distintos cuyas acciones, por consiguiente, no eran comparables. Yo tengo motivos para creer que la anarquía en la composición de creosotas y guayacoles continua al presente en la Farmacia práctica, y sobre ella me permito llamar la atención de los señores congresistas. Ya en posesión de un medicamento casi definido y de composición uniforme, después de prolijos tanteos y experimentos adopto la disolución de creosota en aceite de olivas de primera calidad, esterilizado al 15 por 100, según la conocida formula de Gimbert , como forma del remedio, y la vía subcutánea para su administración, llevando las dosis hasta extremos lindantes con la temeridad, cuando no obtenía de las menores los efectos apetecidos, y cuando la tolerancia de los enfermos para el medicamento se lo consentía.

En suma: tengo a la experimentación de la creosota hecha por Burlureaux en la tuberculosis, como modelo acabado de experimentación terapéutica. Y sin embargo, los accidentes del tratamiento que el mismo Burlureaux ha presenciado y tenido que lamentar, van desde los dolores intolerables en el sitio de la inyección, que obligan a renunciar al tratamiento creosotado, hasta las induraciones de la piel, los abscesos y enquistamientos del medicamento inyectado, las escaras gangrenosas, los edemas en las extremidades inferiores, la presentación de orinas negras, los sudores profusos con urticaria, los vértigos, la fiebre con malestar general, el enfriamiento y el colapso, si no con una frecuencia extraordinaria, tampoco con una rareza que consienta pasarlos por alto, y tanto menos lo consiente cuanto que dichos accidentes pueden presentarse después de un largo periodo de tolerancia para el medicamento, sin aumentar las dosis y sin precederlos ningún trastorno mas leve que indique la disminución o supresión de las mismas.

Doscientos quince casos de tuberculosis pulmonar tratados así por Burlureaux con la creosota, forman la parte primera y mas importante de su estadística. De ella no ha logrado mas que cinco curaciones en sujetos de excepcional tolerancia para el medicamento, y quien sabe si se hubieran curado espontáneamente; numero de todas maneras insuficiente para acreditar un tratamiento tan difícil y tan rodeado de positivos peligros.

Respecto al guayacol, después de examinar las observaciones de sus efectos antitérmicos en embadurnamientos sobre la piel, publicadas por Sciolla, Bard, Montagnon, Guinard, Weill, Aubert, Robilliard, Linossier, Lannois, Maniat , Meibaum,Geley y otros, los casos de envenenamiento declarados por Oscar Wyss, Lepage, Anders, Devoto, Eschle,Benoit, Moncorvo y muchos más; los hechos extravagantes de curación de la granulia aguda de Bosc y de Cerenville, que no ha creído nadie.y los experimentos de Alivisatos en el lupus, que tampoco han tenido confirmación, concluyo haciendo mías estas palabras de Debove y Achard: “Clínicamente, la acción del guayacol es idéntica a la de la creosota”. En la mayor parte de los enfermos que hacen uso de él se observa una disminución de la tos, un aumento de peso, etc. Los signos de intolerancia, orinas negras e hipotermia, son de temer igualmente desde que se llega a las altas dosis de dos o tres gramos. . . Los embadurnamientos de guayacol puro, o en disolución alcohólica al 10 por 100, constituyen un medio rápido de hacerlo absorber, pero es bastante peligroso; por esta vía el guayacol determina a las débiles dosis de 0,25 a 0,30 centigramos, un descenso de temperatura que puede llegar al colapso.

Y quedando juzgada la creosota, juzgado queda el guayacol y sus derivados. Juicio que yo ya tenia formado por una larga y dolorosa experiencia personal y que las observaciones citadas, sin duda de mas valor para vosotros, no han hecho más que confirmar y robustecer mi pensamiento.

Sobre el bálsamo del Perú, ácido cinámico y cinamato de sosa, por el procedimiento de Landerer (de Stuttgart).—Este tratamiento, que inspiró mis primeros ensayos del cinamato de sosa, pudiera parecer la base de mi propio tratamiento curativo de la tuberculosis pulmonar; y la demostración, para mi muy interesante, de las diferencias esenciales entre la terapéutica antituberculosa de Landerer y mi terapéutica antituberculosa, que no tienen de común mas que el medicamento empleado, y cuyas analogías por este concepto, son tan analogías como las de la medicación purgante y las de la medicación antisifilítica, cumplidas ambas con los mismos calomelanos a diferentes dosis, me obliga a hacer un análisis un poco mas detenido, de los propósitos, procederes, interpretaciones y resultados terapéuticos del distinguido clínico del hospital Charles Olga, de Stuttgart.

Es de creer, aunque él no lo diga, al menos en su último libro Le traitement de la tuberculose et cicatrisation des procesus tuberculeux, traducido al francés por Alquier 1899, que Alberto Landerer emprendiera su experimentación con el bálsamo del Perú en la tuberculosis, inspirándose en las viejas observaciones y afirmaciones de Morton, de Hoffmann, y de algunos de sus continuadores afortunados; para la cual empresa, parece de rigor elementalísimo, que la primera precaución tomada, fuera la de asegurarse bien de la legitimidad, por su procedencia y por sus caracteres físico-químicos, del bálsamo a emplear, pues todo el mundo sabe las numerosas sofisticaciones de que es objeto el bálsamo del Perú del comercio. Pero el caso es, que de este bálsamo legítimo, hay, según Guibourt, dos especies aceptadas: el bálsamo del Perú en cocos, de color pardo bastante obscuro, no trasparente, de sabor dulce y de olor muy agradable; y el bálsamo del Perú negro, que tiene la consistencia de jarabe cocido, es de color rojo pardo muy obscuro, y transparente en lámina delgada, despide un olor mas fuerte que el precedente, y tiene un sabor acre y amargo casi insoportable. Este último, según Bazire y Guibourt, es el de San Salvador; pero vaya usted a saber cual de los dos bálsamos legítimos es el legítimamente legítimo, ni cual de los dos habrá empleado Landerer; él tampoco lo dice. Soulier en su Traite de Therapeutique et de Pharmacologie, no estudia más que el bálsamo del Peru negro, acre, muy aromático, de un olor a vainilla o a meliloto, que dice esta compuesto de: 50 por 100 de cinamina, éter cinámico-bencílico o cinamato de bencilo. Un éter benzoilo-bencilico o benzoato de bencilo. 8 a 10 por 100 de acido cinámico. Acido benzoico, y 30 por 100 de resina.

Yo creo que con el bálsamo del Perú, sucede lo que sucede con todas las substancias de análoga procedencia y parecida manera de obtención; y es que tiene distinta composición, no solo por la distinta proporción de sus principios constantes, sino por la presencia de otros inconstantes, según la estación del año en que se recolecte, según los terrenos donde crezca el árbol balsamífero, y, no hay que decir, si como es seguro procede cuando menos de dos especies botánicas, según la especie botánica productora. Los efectos terapéuticos de una tal substancia, aparte de variar por las condiciones del enfermo, variarán por la desigual composición del remedio. Estas son las causas, o al menos poderosas concausas, de la variedad de resultados obtenidos, aún empleando un legítimo bálsamo del Perú, por los experimentadores u observadores; variedad de resultados que han contribuido con las criminales falsificaciones, a desacreditar el medicamento.

Y voy a entrar ya de lleno en el examen crítico de la obra de Alberto Landerer, pudiendo asegurar, desde ahora, que si sus trabajos de terapéutica experimental han logrado un positivo adelanto de la antituberculosa, lo han logrado no más que por lo que tienen de experimentación empírica, no por las ideas que le han impulsado a esta experimentación, las cuales, como se verá en seguida, son erróneas y contradictorias las más veces. Advierto que la edición francesa de su libro a la cual he de referirme, lleva un prólogo del propio Landerer declarándola “clara, concisa, y al mismo tiempo de una escrupulosa exactitud”. Empieza sosteniendo este error fundamental: “Cuando nos proponemos tratar una enfermedad infecciosa crónica, podemos seguir dos caminos: podemos dejarnos guiar por las analogías con otras enfermedades y buscar un remedio específico de uso interno, tal como el mercurio y el yodo en la sífilis, la quinina en la malaria, etc… pero no habiéndose encontrado un remedio semejante para la tuberculosis, tenemos que recurrir a otro método que es: La segunda vía (menos empírica) que se nos presenta, y que consiste en observar directamente el modo de curación de los focos tuberculosos en los sitios accesibles a nuestra observación y en provocar artificialmente los procesos de curación en los focos donde no se manifiesta ninguna tendencia espontánea a la misma”.Y como, cuando nos es dado conocer los focos tuberculosos, en la inmensa mayoría de los casos, ya contienen necrobiosis celulares, caseificaciones tuberculosas, o destrucciones de tejido, el proceso de curación que debemos provocar, es la cicatrización, conducir los procesos tuberculosos al estado de cicatrices solidas; tal es en estos momentos la tarea de la terapéutica”.

De manera que lo que Landerer busca no es un medicamento específico de la tuberculosis, sino un cicatrizante de sus lesiones, dando por supuesto que las dos acciones pueden darse separadas, y que encontrado, lo mismo debía ser cicatrizante de las ulceraciones tuberculosas, que de las sifilíticas, de las leprosas, de las escorbúticas, de las pelagrosas y de toda casta de ulceraciones, hasta de las cancerosas; pues conducir los procesos cancerosos al estado de cicatrices solidas, también sería en este momento y en todos los momento una tarea meritísima de la terapéutica. Ya en este terreno falso, el clínico alemán no puede dar un paso seguro. Aferrado al error de los errores de Virchow de que la inflamación es algo idéntico siempre a si mismo, y que es además una reacción saludable y un exceso de nutrición defensiva y reparadora. “Nosotros”, dice en letra bastardilla, “debemos, por tanto, tener por objeto en las lesiones tuberculosas, provocar artificialmente esta inflamación que consiga una cicatriz“, y creyendo que lo que falta en los focos tuberculosos, pobres en vasos o desprovistos de ellos, es la inflamación bienhechora, “yo he procurado—concluye—obtener una inflamación aséptica de tales focos por medios químicos”.

Con la obsesión de la inflamación cicatrizante, los primeros intentos de Landerer para provocarla en los focos tuberculosos pulmonares, fueron otros tantos desastres. Desechó, como era lógico, a partir de su error, todas las substancias solubles, como el sublimado y el ácido fénico, que habían de difundirse determinando una intoxicación, sin mantener sus acciones flogógenas locales, y se echó a buscar substancias poco o nada solubles, que llevadas a dichos focos, ocasionaran y mantuvieran esas acciones, y que ”fueran al mismo tiempo antisépticas” ¿Para que? Según sus ideas con que fueran ellas asépticas bastaba. Ya inicia aqui una contradicción que desarrolla inmediatamente. Se dirigió primero al yodoformo y, claro, en inyecciones parenquimatosas para que no hiciera ni más ni menos, que lo que se le pedia; mal pedido, porque el yodoformo no es flogógeno, es antiséptico y por tanto, anti-inflamatorio. La contradicción es evidente. Pero tuvo miedo a la intoxicación por el yodoformo, los resultados no fueron favorables, ni siquiera en las lesiones tuberculosas externas, y lo abandonó. Otros agentes: el subnitrato de bismuto, el óxido de zinc, el acido salicílico, le resultaron aún peores. “Yo tuve entonces – declara – ocasión de apreciar el bálsamo del Perú, como un excelente antituberculoso.» Aunque a lo de excelente tengamos que rebajarlo algo, como antituberculoso aconsejado no era ciertamente una novedad. ¿Pero en qué quedamos? ¿Busca Landerer una inflamación o una acción antituberculosa especifica? Porque ahora de esto ultimo trata. Y dicho y hecho. Practicó inyecciones intersticiales de una emulsión de bálsamo del Perú, en los focos tuberculosos periféricos. No le dieron resultado ninguno, porque 150 autopsias de tuberculosos con fungus óseos y articulares, le demostraron que la causa de la muerte había sido siempre o casi siempre, la tuberculosis interna. No había mas remedio que atacar los focos internos y los atacó de la misma manera; con inyecciones parenquimatosas de emulsión de bálsamo del Perú en el pulmón. Estas experiencias debieron ser también desgraciadas, porque las publicó en 1889, sin consignar resultados, y en el libro que examino, ni las menciona siquiera. Suponiendo que los focos tuberculosos nacen siempre por el mecanismo embólico, constituyendo los émbolos uno o más bacilos arrancados del sitio donde se desarrollan y acarreados por la corriente sanguínea, creyó que la mejor manera de llegar a ellos la emulsión balsámica era inyectarla en las venas y a la objeción presunta de que las granulaciones de dicha emulsión no tendrían bastante conocimiento para ir a fijarse precisamente en los focos tuberculosos, contesta por adelantado con las experiencias de Schillier, de Ribbert,de Orth, y de Wissckowitsch, demostrativas de que las inyecciones intravenosas de elementos corpusculares inorgánicos (cinabrio) y organizados (bacterias), ocasionan el depósito preponderante de los corpúsculos en los sitios donde previamente se determina una inflamación o una lesión, teniendo cuidado de que las granulaciones sean menores que los glóbulos rojos, de lo cual hay que cerciorarse por el examen microscópico. Y a vueltas con variaciones en la manera de preparar la emulsión, primero con goma, después con yema de huevo y siempre en suero artificial, alcalinizado con hidrato de sosa, así procedió, con dicha emulsión de bálsamo del Perú, titulándola al 1 por 100, inyectándola en las venas de la flexura del codo a la dosis de un centímetro cúbico o sea, un centigramo de substancia activa.

Pronto le encontró inconvenientes serios, de los cuales eran los principales que provocaban una opresión de pecho con dispnea muy alarmante, debida según le enseñaron los experimentos que hizo en la rana, a verdaderas embolias capilares en los pulmones; los repetidos fracasos y las dificultades de la técnica de la preparación y de la conservación del medicamento. Lo sustituyó con la emulsión en el huevo, siempre bien alcalinizada con hidrato de sosa, de acido cinámico. Bueno será advertir de pasada, que Landerer no ha empleado jamás el acido cinámico, como él cree, sino el cinamato de sosa formado en su emulsión al alcalinizarla con hidrato de sosa, y que el emulsionar el acido previamente, era una operación inútil, y aun perjudicial, puesto que el cinamato de sosa había de disolverse al cabo. El huevo emulsionado, única cosa emulsionada en la pretendida emulsión de ácido cinámico, siguió haciendo fechorías, inyectado en las venas, y por fin Landerer, se decidió a prescindir de emulsiones y a apelar a disoluciones limpias y puras de cinamato de sosa en agua destilada. Claro que con ello se venía a tierra la teoría a tanta costa elaborada del depósito de granulaciones flogógenas en los focos tuberculosos, y de la inflamación cicatrizante; pero todavía la defiende su autor contra viento y marea.

Por experimentos realizados en los conejos y por las autopsias de los tuberculosos muertos, reconstruye el proceso anatómico de la cicatrización de las lesiones tuberculosas, suscitado por estos medicamentos, dividiéndolo en cuatro periodos, que son algo diferentes, según que hubiese empleado la emulsión balsámica hecha con goma, la hecha con huevo, la pretendida emulsión de acido cinámico, o la disolución de cinamato de sosa. El primer periodo estaría constituido por la dilatación de los capilares y un acúmulo enorme de leucocitos en la periferia de los focos tuberculosos: periodo de leucocitosis. El segundo período ya se caracterizaría por la formación de una verdadera muralla leucocítica alrededor de los focos tuberculosos, y por el principio de la emigración de gran numero de leucocitos multinucleares al interior de los nódulos, y a los tabiques alveolares: periodo o estado de enquistamiento. En el tercer período ya encontró los tubérculos rodeados de tejido conjuntivo jóven y vascularizado, el cual penetraba también, en los nódulos tuberculosos: estado de penetración y de escolarización, en el cual, los bacilos habrían casi desaparecido. Y por fin, en el cuarto período, el tejido conjuntivo joven, ya aparecería convertido en tejido de cicatriz: estadio de cicatrización y de retracción, en el cual ya no encontró bacilos.

De los fenómenos mencionados, que se extendian a veces a las partes sanas del pulmón, corresponderían los mas acentuados y hasta violentos a la emulsión gomosa, descenderían un tanto con la de bálsamo al huevo, descenderían aún más con la emulsión de ácido cinámico, y quedarían reducidos a un mínimum, con la disolución de cinamato de sosa. Y sin embargo, esta disolución fue la definitivamente adoptada. Tal proceso anatómico no ha podido ser reproducido por Krompecher en los conejos del Instituto Pasteur.

Ya adoptada la disolución acuosa de cinamato de sosa, Landerer la titula primero al 1 por 100 de substancia activa, y luego al 4 por 100. Empieza por inyectar un miligramo de cinamato cada dos días, ya en las venas de la flexura del codo, siempre que se trata de adultos, ya en las masas musculares de las regiones glúteas cuando se trata de niños o de mujeres con sistema venoso poco desarrollado. Cada semana aumenta uno o dos miligramos, hasta llegar a la dosis de dos centigramos y medio cada dos días, lo que equivale a un centigramo y cuarto de cinamato de sosa diario. Solo en algún caso ha llegado a inyectar siempre cada dos días, cinco centigramos, porque a la dosis de diez centigramos, que puso por excepción al principio, ha renunciado completamente.

En las inyecciones gluteales aumenta la dosis de un tercio a la mitad, es decir, inyecta miligramo y medio al principio y hasta cuatro centigramos al fin, en días alternos. La dosis máxima diaria de Landerer es, por consiguiente, dos centigramos y medio de cinamato de sosa. Si se comparan estas dosis con mis dosis de veinte a sesenta centigramos diarios de cinamato de sosa, se tendrá que convenir en que mi tratamiento de la tuberculosis pulmonar es esencialmente distinto del tratamiento de Landerer. Luego, este autor no hace estadística de los resultados obtenidos; publica sus observaciones dividiéndolas por categorías de enfermos, y hecha por mi la reducción a números de dichas observaciones, me encuentro con el extraño fenómeno de que de los tuberculosos que llama avanzados con o sin cavernas, pero sin fiebre, no ha curado mas que el 10 y medio por 100; y en cambio de los tuberculosos que llama avanzados con fiebre, ha curado el 20 por 100, y de los casos de tuberculosis galopante ha curado el 11 y tres cuartos por 100; por donde llegamos a la conclusión estrafalaria de que las tuberculosis febriles y las galopantes avanzadas, son menos graves o mas curables que las apiréticas. De lo cual confieso que no me he convencido.

De todas maneras, si una epidemia ataca a una población de 100.000 habitantes, y a sus médicos se les mueren 80.000, no creo que los tales médicos puedan pretender haber descubierto un remedio heroico, ni menos salvador, contra la tal epidemia. Menos puede pretenderlo Landerer respecto a la tuberculosis, por cuanto todos sabemos muy bien sabido que más del 20 por 100 de los tuberculosos se curan espontáneamente. Se me dirá tal vez, que no tengo en cuenta las mejorías obtenidas por este y por los otros tratamientos. Cierto; ¿pero es que en una buena estadística médica, mejoría y fracaso no significan lo mismo? La marcha de todas las enfermedades es oscilante, y la tuberculosis ofrece con muchísima frecuencia, sin auxilio terapéutico alguno, esas mejorías aparentes o reales, que no hay motivo justificado para poner a la cuenta de ningún tratamiento. Es hora y ocasión, me parece, la hora y la ocasión presente, de hablar claro.

Sobre arsenicales: cacoclilato de sosa y sus derivados.—La prueba mas concluyente de que no poseíamos hasta ahora ningún tratamiento ni medicamento eficaz contra la tuberculosis, es que hemos vuelto a resucitar por milésima vez, los arsenicales para administrárselos a los tuberculosos. Desde los tiempos de Dioscórides Anazarbeo, allá por los comienzos de la era cristiana, estos medicamentos han pasado por periodos muy largos de descrédito, y por períodos muy cortos de moda, en la terapéutica antituberculosa. Ahora está pasando uno de estos últimos. Ante un hecho semejante, podría dudarse del valor de la experiencia clínica como fuente de conocimiento terapéutico, puesto que, al parecer, no se ha bastado para demostrar, en tantos siglos de observaciones, la eficacia o la ineficacia de los arsenicales en la tuberculosis. Pero la experiencia clínica, ha demostrado de sobra lo que tenía que demostrar, y no tiene ella la culpa de que haya experimentadores precipitados o incapaces para depurar e interpretar los hechos, verdaderos responsables de esos ensalzamientos irreflexivos de medicamentos definitivamente juzgados, o de medicamentos que todavía no han podido juzgarse. Este y no otro es el origen de las irracionales modas terapéuticas, tan contrarias a la seriedad y al carácter de esta ciencia. Los legítimos representantes de la verdadera experiencia. han hablado hace siglos como hablaron a mediados del pasado dos de los mas grandes clínicos contemporáneos, Trousseau y Pidoux, de los arsenicales en la tuberculosis. Dicen así: “¿Será cierto que Beddoes, citado por Girdlestone, haya tratado con feliz éxito a un tísico, cuyos dos hermanos habían muerto de consunción mesentérica; que Bernhardt haya curado una multitud de niños afectados de tabes o tubérculos abdominales, haciéndoles tomar tres veces al día cortas dosis de un preparado arsenical, y que Ferriar haya administrado con ventaja a varios niños que padecían coqueluche, la disolución de Fowler, en todos los períodos de la enfermedad? Nosotros hemos hecho algunos ensayos en tísicos y en enfermos atacados de catarro crónico de la laringe. En los tísicos no hemos obtenido curaciones completas; hemos logrado la suspensión de algunos accidentes graves en una enfermedad, cuya marcha fatal nada es capaz de contener. Hemos visto moderarse la diarrea, disminuir la fiebre héctica, perder la tos una parte de su frecuencia, mejorar de aspecto la materia de la expectoración; pero no hemos curado. Se formaban y reblandecían nuevos tubérculos y venia la muerte, si bien mas tarde, inevitablemente como siempre” Y así siguen hablando los clínicos. Y así estaba el asunto de los arsenicales en la tuberculosis, contra la que se administraban por tradición a título de tónicos directos según unos, de tónicos indirectos o agentes de ahorro según otros, o de bactericidas según los de mas allá (Buchner, 1883); tónicos a los cuales había al fin que renunciar por inútiles y mas frecuentemente por intolerancia gastro-intestinal de los enfermos, cuando el 30 de Mayo de 1899 Renaut, de Lyon, leyó a la Academia de Medicina de París el primer trabajo sobre la acción en la tuberculosis de unos arsenicales recién introducidos en la terapéutica, con otros fines, por Jocklein, Danlos y Balzer, aunque conocidos en Química desde 1840, que los obtuvo Bunsen: el ácido cacodílico y el cacodilato de sosa.

Al ácido cacodílico se renunció en seguida porque resultó tan tóxico como los otros arsenicales, pero el cacodilato de sosa empezó a reputarse medicamento maravilloso por la sola circunstancia de que, conteniendo una proporción enorme de arsénico, era poco o nada tóxico. Renaut, no obstante, y dicho sea en honor suyo, presentó el cacodilato de sosa, pura y simplemente como un arsenical más, siquiera fuera menos peligroso que los otros, al cual debía ser aplicable la experiencia de los siglos sobre los demás arsenicales conocidos. Pero en la sesión siguiente de la misma Academia, Mr. Armand Gautier, el distinguido químico, al que tantos conocimientos debemos de química orgánica, se levantó a decir una porción de cosas, siendo estas las principales: que había tratado con éxito por el cacodilato de sosa, varios casos de tuberculosis confirmada; que Mr. Renaut había presentado el cacodilato de sosa como un arsenical, cuando, según su opinión, era un medicamento nuevo cuyas acciones eran completamente diferentes de las de los arsenicales; que hace descender la fiebre excitando la asimilación y aumentando rápidamente el peso del cuerpo; que el estómago lo soporta indefinidamente, a la dosis de 0,10 centigramos, y aún a la de 0,20 centigramos por día, y por último, dió reglas fijas y seguras y sobre la técnica de su administración, sobre las indicaciones de sus aumentos, disminuciones y suspensiones, y explicó las cosas que hace en el organismo. De esta sesión Mr. Renaud y Mr. Robin, que habló de la acción de los arsenicales, para darle la razón a M. Gautier, salieron un poco atropellados.

Desgraciadamente el mismo M. Armand Gautier, a los cuatro meses escasos, había variado de opinión y se presentó a la Academia a declarar que aquello de la tolerancia indefinida del estómago para el cacodilato, no era verdad: presentándose al cabo los mismos, mismísimos fenómenos de intoxicación con él, que con el ácido arsenioso, incluso el olor aliáceo del aliento; que la ingestión prolongada del cacodilato provocaba albuminuria; y que éstos accidentes se evitaban dando el medicamento exclusivamente en inyecciones hipodérmicas. M. Dalche le contestó que no había observado nada parecido, a pesar de haber sostenido la medicación cacodílica varias semanas sin interrupción; que lo único que había observado era, que las lesiones pulmonares se modificaban poco, sin duda, por no quitar al maestro todas las ilusiones de repente, diciendo que las tales lesiones no se modificaban nada, ni su marcha destructora tampoco, cosa a la que se atrevió M. Galliard. Luego en la Academia de Ciencias, le dieron la razón a M. Robin sobre la acción de los arsenicales viejos y a M. Renaut sobre la identidad de acciones con las de éstos, de los arsenicales nuevos, y en la Sociedad de los Hospitales de Paris MM. Widal, Hayem,Hirtzy algún otro siguieron empujando al cacodilato hasta dejarlo perfectamente colocado entre los demás arsenicales.

Fuera de Francia, Renzi publicó los experimentos hechos en el laboratorio de su clínica por Cafiero, con el cacodilato de sosa, sin ningún resultado positivo en los conejos tuberculosos, y, Cardile (de Nápoles), dijo que el medicamento no modifica las lesiones pulmonares; en la misma Francia Roustan opina como Cardile y Langlois como Renzi y Cafiero; y en España ni llegamos a entusiasmarnos con el cacodilato, ni hemos tenido que lamentar, por su fracaso, un gran desengaño. El hecho es que ha muerto como antituberculoso y quedado reducido a la categoría del licor arsenical de Fowler.

Sobre tuberculinas y sueros antituberculosos.—Yo creo que en un trabajo de esta clase puedo dispensarme de hablar de la tuberculina primera de Kock, de su tuberculina residual o restante, hasta de las mas nuevas; oxituberculina de Hirschfelder y Modielli, tuberculina de Behring, tuberculina de Denis o de Louvain etc., porque las que han salido de los laboratorios, han salido para fracasar estrepitosamente, según sabe ya todo el mundo y las que no han salido, ni deben salir, ni pertenecen a mi tesis presente. De los sueros antituberculosos o así llamados, al menos por sus autores, solamente el de Maragliano me detendrá un momento por ser el único que se explota. Y para juzgarlo con acierto, lo mejor será transcribir las propias conclusiones de su autor, en la comunicación leída al Congreso de la tuberculosis de 1898 que es su publicación principal. Dicen así: “¿Se puede por tanto esperar poder tener (textual) en la seroterapia un medio para combatir con éxito en el hombre la tuberculosis?” “Para responder a una tal cuestión es necesario ver ante todo la extensión que se le quiere dar” “Si se pide un medio que sea capaz de curar la tuberculosis en sujetos en Ios cuales la infección ha creado ya focos pneumónicos extensos, destruído pedazos de pulmón, desgastado el organismo, producido la caquexia, yo respondo que la seroterapia no es capaz de combatir la tuberculosis en esas condiciones” “Si se pide un medio que sea capaz de curar en los tísicos la toxemia y aún la septicemia que proceden de esas asociaciones microbianas dominantes en cierto momento de la situación morbosa, yo respondo: el suero no es ese medio” “Pero si uno se contenta con tener un medio que sea capaz de combatir la tuberculosis, cuando el organismo no esta todavía envenenado y es todavía capaz de desempeñar su papel en la lucha, yo os respondo que en el estado actual de la cuestión, aún dándome cuenta de las lagunas experimentales y de observación, y recordando, sobre todo, que las antitoxinas obtenidas, no tienen todavía toda la potencia deseable, es permitido decir con convicción, que se puede esperar tener en el suero, el medio pedido” Tantas reservas, circunloquios y salvedades, no son ciertamente a propósito para comunicar a nadie esa convicción que Maragliano no siente él mismo. Y una de dos: o sus estadísticas han sido hechas con enfermos de diagnóstico dudoso, o no justifican sus salvedades, circunloquios y reservas. Porque todo tuberculoso con bacilos en los esputos esta intoxicado por la toxina o las toxinas tuberculosas y además es difícil encontrar un tuberculoso efectivo, con localizaciones pulmonares, que no tenga asociaciones microbianas en las vías aéreas. Por último, si el suero no es antitóxico ¿que es? ¿antibacilar acaso? Ni lo uno ni lo otro. No perdamos el tiempo lastimosamente.

Sobre otros medicamentos.—De los otros mal llamados remedios contra la tuberculosis he experimentado también por mí mismo durante mi ya larga práctica, los hipofosfítos, el jarabe sulfofénico, las inhalaciones de ácido fluorhídrico, las inyecciones rectales de ácido carbónico sulfurado, las inhalaciones de ácido ósmico, las inhalaciones de bacterium termo, las inyecciones de eucaliptol, las inyecciones de suero de perro, las de suero de cabra y los modernos glicero-fosfatos, que no han sido mal negocio para la industria farmacéutica. Todos ellos son inútiles cuando no perjudiciales, y de ello tengo un testigo en cada médico si de verdadera tuberculosis se trata.

Sobre los sanatorios para tuberculosos.—La idea de fundar sanatorios para tuberculosos nació a mediados del siglo último, de este razonamiento, al parecer, tan lógico como sencillo: la tuberculosis pulmonar es espontáneamente curable, puesto que encontramos curadas de larga fecha sus lesiones, en cadáveres de sujetos fallecidos a consecuencia de otros males; la terapéutica farmacológica no ha logrado hasta ahora encontrar un remedio eficaz contra la tuberculosis, luego este remedio se encontrará en la higiene, y la misión del medico esta claramente determinada por los hechos: someter al tuberculoso, de modo artificial, a aquellas condiciones curativas de vida higiénica que, reunidas por casualidad y sin otros recursos, han debido curar a los curados. Pero a este razonamiento, en apariencia tan concluyente, le faltaba y le falta para serlo una pequeña circunstancia, y es a saber: la demostración de que las condiciones higiénicas artificiales a que puede someter el director de un sanatorio a los tuberculosos, son las mismas condiciones naturales que han curado y curan a muchos o pocos tuberculosos sin intervención terapéutica. No basta creer por estas casualidades en la tendencia natural de la tuberculosis a la curación, ni decir con Grancher que la tuberculosis es la mas curable de las enfermedades crónicas, ni con algún otro autor francés, que la mayor parte de los individuos humanos hemos sido, somos o seremos tuberculosos, porque la verdad persistente y desoladora hasta hoy es la mortalidad horrenda por tuberculosis, y la cuestión es saber si los sanatorios pueden o no pueden disminuirla. Por de pronto los sanatorios actuales tienen los siguientes inconvenientes, además del inconveniente capital de no ser económicos ni, por consiguiente, aplicables a 999 tuberculosos de cada 1.000: primero, el aislamiento del enfermo; segundo, la disciplina a que se le somete, y tercero, la sepsis forzosa del establecimiento.

El sanatorio para tuberculosos, tal y como lo entienden sus partidarios, tiene algo de cárcel, algo de secuestro, algo de pena que apena, y que apena más por ser impuesta sin culpa. Y el que el tuberculoso viva apenado y preso, aunque sea por obra de la esperanza de su curación, es para muchos tan malo como el aire infecto y como el agua impura. Yo no he visto en ningún reglamento de sanatorio de esta clase nada que se relacione con la higiene del espíritu, nada que despierte, conforte, excite y vigorice las energías psíquicas. Todos hablan de los tuberculosos como si fueran animales a los que es menester engordar a todo trance; descienden a todos los detalles de la vida animal, sin comprenderlos bien todos: buen aire, golpe de esponja y de rasqueta para que les brille el pelo o la piel, seis comidas diarias para estómagos de buitre, y a tumbarse entre sol y sombra, previos algunos paseítos cortos para ayudar a la digestión. La prueba de que la separación de su familia, y esta disciplina a toque de campana, son intolerables para los tuberculosos, es que la mayor parte abandonan el establecimiento antes del tiempo prefijado para su tratamiento, lo mismo si se sienten aliviados, que si no encuentran mejoría. La antisepsia de estos Sanatorios, que sus partidarios encomian como una de sus principales ventajas, es sencillamente imposible, como no se les llenen a los enfermos las narices y la boca de gasa antiséptica y entonces se ahogarían. Porque no esta todo resuelto con recoger y quemar los esputos; seria necesario que los tuberculosos no estornudasen, ni tosiesen ni hablasen; con cada estornudo, con cada golpe de tos, y con cada síllaba que pronuncian, lanzan al aire cientos o miles o millones de bacilos tuberculígenos. Nadie los ha contado pero muchísimos observadores los hemos recogido y visto y cultivado. Y todas aquellas privaciones del cariño y de los cuidados de la familia, y toda la sumisión a una disciplina inaguantable, y el peligro mas positivo de recontagio. ¿Para que? Para que en Falkenstein, la Meca de los tisiólogos, según Debove y Achard, no se curen ni 10 tuberculosos de cada 100, se mueran 4 en el establecimiento y se vayan a morir a su casa mas de 86.

En cuanto al aspecto económico de los sanatorios para tuberculosos, unas cuantas cifras, resumen de muy largos estudios, demostrarán que son inaplicables a 3.999 de cada 4.000, los actuales sanatorios particulares cuyos gastos e intereses del capital empleado, hayan de sufragar los enfermos, y que para albergar y tratar gratuitamente a los que no pueden pagar el sanatorio particular, no hay Gobierno que disponga del dinero necesario. Mueren en España cada año unos 50.000 tuberculosos, mas bien más que menos; si suponemos que cada tuberculoso muerto deja nada mas que dos tuberculosos vivos, lo cual es suponer un mínimun muy lejos de la realidad, tendremos en España a toda hora 100.000 tuberculosos necesitados de tratamiento. De estos 100.000 tuberculosos no llegan a 10.000 los que pueden pagar un sanatorio, y de los cuales después de pagarlo se morirían 9.000 por lo menos. Para los 90.000 restantes tendría la Beneficencia Pública que construir y sostener los sanatorios correspondientes. La construcción costaría, haciéndola muy modesta, 500.000.000 de pesetas y el sostenimiento unos 400.000.000 anuales. Más que una buena escuadra. Y todo por el gusto de retrasar, si acaso, y cuando más durante unos meses, la muerte de 81.000 de los albergados y tratados, pues los sanatorios no podrían atribuirse siquiera la curación de los 9.000 curados, porque es mas que probable que se hubieran curado sin ingresar en el respectivo sanatorio. De todas suertes, y hablando en yanki, 9.000 tuberculosos curados no valen 400.000.000 (cuatrocientos millones) de pesetas al año, dando de barato los quinientos millones, también de pesetas, de las construcciones. La higienización preventiva y curativa de la tuberculosis, no hay que buscarla en los sanatorios, sino en las viviendas y en las poblaciones; y si, como preservativa reconozco su eficacia, siempre que la higiene comprenda la educación y la instrucción de los pueblos, como curativa no puedo concederle tan decisivo poder, en vista de los resultados terapéuticos obtenidos en los sanatorios, aunque la crea auxiliar indispensable de todo otro tratamiento antituberculoso. Y como la preservación de la plaga no es mi objeto ahora, sino la curación, me limito a aplaudir los esfuerzos bienhechores de los higienistas, y sigo mi labor puramente clínica.

II

Hacía veinticinco años que apenas se habría pasado alguno sin experimentar yo algún tratamiento nuevo contra la tuberculosis pulmonar, siempre con el fracaso absoluto como término de mis experimentos, cuando le tocó la vez al tratamiento de Landerer. Siguiendo mi costumbre, al tratar de experimentos clínicos de comprobación de resultados obtenidos por otros, empecé y continué este tratamiento, hasta convencerme de su ineficacia, sin modificar en lo mas mínimo el medicamento ni la técnica de su aplicación establecida por su autor: disolución de cinamato de sosa en agua destilada al 1 por 100 al principio, al 4 por 100 después, debidamente esterilizadas; inyecciones intravenosas en las de la flexura del codo, o gluteales en días alternos, a la dosis inicial de un miligramo de substancia activa, y progresivamente aumentando hasta la dosis máxima de cinco centígramos. Seis tuberculosos traté de este modo y, por casualidad, viviendo los seis en condiciones higiénicas inmejorables, cinco de ellos en mi sanatorio, el otro, una joven de familia millonaria, en un hotel adquirido exprofeso, y mejor que en mi sanatorio.

Sanatorio Ntra. Sra. Pilar en Madrid del que Abdón Sánchez Herrero fue director y propietario hasta su muerte en 1904. Su hijo Abdón Guillermo le sucedió durante algunos años más.

Mi primer caso fue un pobre farmacéutico de Segovia, de 38 años, tuberculoso de los que se diagnostican a simple vista, lindando en la caquexia, con fiebre héctica, subcontínua, con signos cavitarios en los dos pulmones, con ulceraciones tuberculosas en la laringe, con tos penosísima y expectoración abundante y característica. Hecho el exámen bacteriológico de los esputos, resultaron con enjambres de bacilos. En fin, un tísico como los que hay que curar, para estar seguros de que se ha encontrado un verdadero remedio contra la tuberculosis. Excusado es decir, que yo mismo administré la medicación. Fracaso completo: el enfermo murió a los cinco meses, quince días después de haberme declarado vencido, andándole el tiempo indispensable para que fuera a morirse a su casa.

Mi segundo caso era un alabardero de treinta años, todavía fuerte, aunque con fiebre nocturna que llegaba a los 39°, terminada a la madrugada por grandes sudores y con una anorexia invencible. La expectoración no era muy abundante y contenía solamente de 8 a 10 bacilos por campo; pero la tos era quintosa y molestísima, provocando con frecuencia el vómito. Las mismas inyecciones intravenosas de cinamato. Se despertó el apetito, fue posible una alimentación variada fuertemente nutritiva; pero la fiebre fue en aumento y en aumento las lesiones pulmonares, la expectoración y aún el contenido de esta en bacilos. Segundo fracaso y muerte a los cuatro meses, durante los cuales tuvo dos hemoptísis, de alguna consideración, aunque de seguro no fueron responsables del fin funesto.

Por los días de esta defunción fui llamado en consulta para ver a la hija única de un opulento cubano, sospechosa de tuberculosis, diagnostico que confirmó inmediatamente el microscopio. Era una angelical criatura de diez y nueve años, cuya pretendida y pertinaz anemia había paseado su buen padre de notabilidad en notabilidad americana y de renombre en renombre europeo, durante dos años, hasta que trajo a su hija a Madrid y compró, exclusivamente para cuidarla, un hotel en los Altos del Hipódromo, que por algo se llamaba ya “Hotel de las Rosas” , de tales condiciones higiénicas, que no las superara, ni acaso igualara ningún sanatorio para tuberculosos del mundo. Tan joven, con regular apetito todavía, llenita de carnes, con fuerzas suficientes para haber asistido días antes, a fiestas de la aristocracia a que pertenecía, y para pasear el mismo día de la consulta por el jardín; sin ninguna dificultad, antes con todas las facilidades que puede dar el dinero dispuesto a gastarse y aún derrocharse, incluso la de poder yo vivir bajo el mismo techo que la tuberculosa, o hacerle cuantas visitas quisiera al día, dirigiendo personalmente y siendo obedecido sin contradicción de nadie y menos de la enferma, la terapéutica, la alimentación, el ejercicio y el reposo; en unas condiciones de aire, de luz y de temperatura que nadie hubiera podido mejorar, emprendí el tercer ensayo del tratamiento de Landerer y lo continué bravamente durante tres meses. Tercer fracaso aplastante.

Mi cuarto caso, fue un joven comerciante valenciano que vino a mi sanatorio después de haber pasado algunos meses en el de Porta Celi, sin haber sentido alivio de ninguna clase. De 28 años, no muy enflaquecido, conservando apetito y haciendo perfectamente las digestiones, y siendo como era, un sujeto animoso y dócil se podía esperar algo del tratamiento. Por otra parte las lesiones pulmonares no eran muy intensas ni muy extensas, la tos era poco molesta, la expectoración poco abundante y su contenido en bacilos escaso, y por último la fiebre nocturna era tan ligera, que ni turbaba el sueño ni el enfermo se apercibía de ella mas que por los sudores matinales. Un caso, en suma, de los mejorcitos que habían caído bajo mi jurisdicción médica. Además le habían tratado por las inyecciones de cacodilato de sosa, y tenía en las inyecciones hipodérmicas de cualquier clase, una fe loca. Con estas buenas condiciones y siendo yo arbitro de su higiene, empezamos el tratamiento de Landerer. Al mes el enfermo estaba notablemente mejor; se había nutrido hasta el punto de aumentar cuatro kilos su peso, había desaparecido la fiebre nocturna, durante el día no pasaban de cinco o seis veces las que tosía y expectoraba, las noches eran excelentes, con sueño profundo y reparador y solamente al despertar por la mañana tosía y expectoraba, aunque era también evidente la disminución de esta expectoración matinal. La mejoría se sostuvo durante todo el segundo mes, el enfermo llegó a adquirir una esperanza ciega en su curación completa, confianza de la que empecé a contagiarme.

Pero al principio del tercer mes, sin causa ni motivo a que atribuirla, una noche tuvo fiebre alta con subdelirio, terminada a la mañana con grandes sudores, y a la hora de la visita encontré al enfermo acostado, rendido y en un estado moral deplorable de desaliento. A partir de este día, todo fue de mal en peor; perdió el apetito, se estableció la fiebre vespertina y nocturna, aumentó la tos que se hizo emetizante, y la expectoración que algunos días era sanguinolenta, fue decayendo la nutrición, las lesiones pulmonares se extendieron y profundizaron dando signos cavitarios en ambos lóbulos superiores; el enfermo adquirió un humor tan malo que llegó a hacerse intratable, no consintiendo ya ni las inyecciones, y a mediados del cuarto mes salió del sanatorio para irse a morir a casa de un pariente, donde en efecto, murió hacia el sexto mes después de empezado el tratamiento.Cuarto fracaso estrepitoso de la terapéutica Landeriana, a la que desde este momento hubiera renunciado a tener otra menos mala que oponer a la tuberculosis. Mas como no la tenía, me consolaba leyendo las estadísticas de Landerer y volviendo a leer aquel su proceso anatómico de cicatrización de los tubérculos y de las cavernas, que parece que se está viendo.

.Poco después entraron en mi Sanatorio del Pilar, un fabricante de paños, extremeño, casado, de 44 años de edad, y una hermana suya, viuda, de 40 años, los dos tuberculosos, aunque en bien distinto grado, con el antecedente de habérseles muerto hacia poco otro hermano, también tuberculoso. El enfermo era un hombre atlético, nada enflaquecido, un poco anémico, tristón y acobardado con el recuerdo de la muerte de su hermano, y socio en la fábrica, que, según su parecer, padecía el mismo catarro rebelde que a él le molestaba hacia tanto tiempo. No tenía apetito ninguno, y su alimentación era un problema de difícil solución, tenía fiebre vespertina y nocturna que le obligaba a acostarse a media tarde, mucha tos, expectoración grisácea y abundantísima, por veces con estrías de sangre, y siempre con muchos bacilos. Reconocido, presentaba estertores varios en los vértices de ambos pulmones y una hepatización que casi ocupaba todo el lóbulo medio del pulmón derecho, hepatización que se fundió mas tarde, dando origen a una extensa caverna. En los seis meses que este enfermo estuvo en el sanatorio, sometido al tratamiento, tuvo varias alternativas de mejoría y agravación, hasta que se le presentó una diarrea colicuativa y fétida que nada pudo contener ni siquiera moderar y ya caquéctico, se lo llevaron a morir a su casa. Quinto fracaso sobre los innumerables que yo había tenido que lamentar toda mi vida médica en el tratamiento de los tuberculosos, y que eran tantos como tuberculosos tratados. Confieso que, no obstante el pequeño éxito de que ahora voy a ocuparme, se arraigó mucho mi creencia, ya vieja, en la incurabilidad de la tuberculosis pulmonar, por esta ultima serie de fracasos. La hermana del difunto fabricante de paños era una de las tuberculosas que han pasado, y acaso se han curado, indiagnosticadas, hasta que el examen bacteriológico de los esputos se ha hecho proceder de diagnostico corriente. Ni su aspecto exterior, ni ninguna de sus funciones, a excepción de la respiratoria, ofrecían nada que hiciera sospechar en ella una tuberculosis; si no hubiera sido por los antecedentes de sus hermanos, que habían empezado a padecer de un modo parecido, ni ella misma se hubiera ocupado de buscar remedio a sus ligerísimas molestias, que consistían solamente en un poco de tos por la mañana, con expectoración a veces fácil, a veces fatigosa. Alguna que otra mañana se despertaba sudorosa, pero lo atribuía a exceso de abrigo en la cama, porque, como decía, era de suyo friolera. Reconocido el pecho no se encontró mas síntomas que roncus suaves en el vértice del pulmón izquierdo, pero examinados los esputos se encontraron los bacilos de Koch sin dificultad y en numero de seis a diez por campo.

Sometida al mismo tratamiento que su hermano, si bien con la diferencia de que las inyecciones se hicieron en las regiones glúteas y trocantéreas, porque, bastante obesa la enferma, hubieran sido difíciles de hacer las intravenosas, y por que, además, ya yo no tenía ninguna fe en el remedio y no quise ocasionarle molestias inútiles, se continuó durante dos meses. Ningún cambio notable pude observar al cabo de este tiempo, ni en el sentido de la mejoría, ni en el de la agravación; seguía la tos y la expectoración matinal, acaso menos fatigosa aquella y mas fácil y menos abundante ésta; pero como en resumidas cuentas nunca habían sido ni muy fatigosa, ni muy difícil, ni muy abundante, las diferencias eran bien inapreciables. Pero al hacer nuevo examen de los esputos, vi con agradable sorpresa que habían disminuido tanto los bacilos, que era menester mover mucho la preparación para encontrar uno o dos en algunos campos. Hice mas de veinte preparaciones de diferentes esputos; en la tercera parte no encontré bacilos, y en las que los encontré, nunca pasaron del numero dicho.

Siguiendo estrictamente los preceptos de Landerer , las dosis habían sido de siete centigramos y medio de cinamato cada dos días, es decir, un tercio mayores que las intravenosas máximas. Animado con este resultado, y en vista de que las inyecciones no provocaban ningún trastorno, ni aún molestia local ni general, aumente la dosis hasta diez centigramos, poniendo dos centímetros cúbicos y medio de la disolución al 4 por 100, siempre en días alternos. Al mes de esto, si que era evidente la mejoría, por que la tos quedaba reducida a dos o tres golpes y la expectoración a otros tantos esputos matinales de aspecto mucoso catarral, y habían desaparecido los roncus del vértice del pulmón izquierdo. Y hecho el examen de estos últimos esputos, a razón de seis u ocho preparaciones diarias durante una semana, no pude encontrar ni un solo bacilo. Todavía tuve a la enferma dos meses en observación; pero todo nuevo análisis fue imposible, por que se acabaron los esputos en que hacerlo. La curación, según los datos de la clínica, era perfecta y no se ha desmentido en tres años que van transcurridos.

Tal es el primer caso de curación de la tuberculosis pulmonar en treinta años de lucha contra este azote de la humanidad, que no me entusiasmó mucho porque tampoco había tratado jamás un caso de tuberculosis pulmonar tan leve, pero que al cabo sirvióme de estímulo para continuar los experimentos clínicos con el cinamato, que sin él, hubiera de seguro abandonado.

Ill

Obtuve el éxito referido en el verano de 1899, y en el mes de Octubre del mismo año, empecé la experimentación en mis clínicas de la Facultad de Medicina, en la cual, llevaba estas solas convicciones: La tuberculosis pulmonar, tal y como se nos presenta ordinariamente en la clínica, abierta y febril, no es curable con el cinamato de sosa por el procedimiento de Landerer. Pero el cinamato de sosa por el procedimiento de Landerer, puede curar la tuberculosis pulmonar, aunque abierta con escasas lesiones y apirética. 3ª Lo mismo las inyecciones intravenosas que las intragluteales a las dosis máximas de Landerer, son absolutamente inofensivas. Y Sus efectos a dichas dosis, hasta en los casos mas leves, son lentos y tardíos.

Llamándome luego a capítulo de reflexiones, pensé en que el éxito obtenido, lo había obtenido por las inyecciones profundas en la región glútea y en la trocanteriana, a las dosis máximas de Landerer; que las inyecciones intravenosas, aunque a mí no me hubiera ocurrido ningún accidente, no están desprovistas de peligros serios, entre ellos la entrada de una o varias burbujas de aire en las venas, además de lo delicado de su técnica; que el objeto que Landerer se había propuesto al adoptarlas, que era llevar las partículas insolubles del medicamento, lo mas directamente posible, al sitio de las lesiones, había desaparecido, desde el momento que se empleaba un medicamento soluble; y que si se suponía que el medicamento podía sufrir alteraciones que lo desnaturalizaran, en la sangre, cosa absolutamente hipotética, cabía inyectarlo en un sitio tanto o mas próximo a las lesiones como las venas de la flexura del codo. Por todas estas razones, elegí la espalda para depositar el liquido y en la espalda la parte anterior del omoplato introduciendo la aguja cerca de su borde interno o vertebral, que reunía además de la circunstancia de proximidad a las lesiones la escasa sensibilidad de la región y la profundidad a que se llevaba el liquido. Proponiéndome desde luego aumentar las dosis hasta los linderos de la intoxicación, si fuera necesario, porque de mi experimentación anterior, había sacado esta otra enseñanza nueva: que ninguno de mis enfermos se había hecho intolerante para el medicamento, como se, me habían hecho siempre para los demás medicamentos pretendidos antituberculosos que yo había ensayado durante 25 años.

De esta manera, llegué a fijar mis dosis mínimas en doce centigramos; mis dosis medias en veinte o veinticuatro centigramos, y mis dosis máximas en setenta centigramos de cinamato de sosa diarios, siempre como se ve de diez a veinte y aún a cuarenta veces superiores a las de Landerer, prescindiendo por completo, de las dosis miligrámicas de éste al principio.

IV

Los resultados de mis experimentos en el Hospital Clínico, a pesar de estar representados por mas muertos que curados, tienen un valor mas demostrativo de la eficacia de mi tratamiento, que los resultados obtenidos en la clientela particular, donde la mortalidad ha sido nula hasta ahora, y donde los no curados estan en vías de curación y en una proporción insignificante. Para quedar cualquiera convencido en el acto de aquella superior demostración a que me refiero, no tiene más que visitar un día, y sobre todo una noche, las salas que albergaban a mis tuberculosos, presenciar unas pocas veces las comidas de los enfermos que ahora albergan, iguales a las de entonces, porque en esto nuestra administración es consecuente, y reconocer la clase de tuberculosos forzados a ir a morir a aquellos antros, en los cuales toda vergonzosa y hasta criminal antihigiene del cuerpo y del espíritu, tiene su asiento y donde lo milagroso es ya, que no se tuberculicen desde el médico hasta el último enfermero, cuanto más, los enfermos de otras enfermedades que conviven con los tuberculosos. Claro que muchos se tuberculizan y se mueren tuberculosos, y dos de mis alumnos, que yo sepa, de aquellos cursos para mi tan memorables, pagaron con la vida la curiosidad y el interés, tan noble y legítimo, de presenciar los experimentos y de ayudarme a ellos, contagiados de tuberculosis, antes de haber llegado a la meta de su tratamiento curativo. Sean mis palabras de recuerdo cariñoso, y mi pensamiento en su bravura para afrontar el peligro, oración que les sea grata, en las profundas obscuridades de la inmortalidad.

Los tuberculosos que van a nuestros hospitales no son los que ya no pueden trabajar, sino los que ya no pueden tenerse de pie y además carecen de todo recurso hasta para alimentarse. Van extenuados, enflaquecidos, anémicos en gran extremo, con fiebre, con grandes cavernas por lo general, con cavernas chicas o grandes todos, convertidas en vasos de cultivo del bacilo tisiógeno, cultivo que aparece en los esputos y siempre creciente e invasor. Y van a respirar un aire infecto y de imposible renovación, a comer una comida insuficiente por el reglamento del hospital, y tan mala como puede ser, suministrada por proveedores a quienes se les debe y no se les paga. En estas condiciones enseñamos nosotros, clínica y miseria al mismo tiempo. Creed, compatriotas, que si no fueran necesarias a la demostración de mi tesis, yo les callaría estas cosas a nuestros ilustres huéspedes, porque con todo ello me siento español e hidalgo muy ufano de mi capa rota; pero que lo diga ni que no, nos vamos a ver la capa, y es igual.

V

Muchas dudas y muchísimas vacilaciones, me asaltaron durante meses para sobrepasar las dosis de Landerer, y muchos fracasos tuve que sufrir todavía por ellas. Las enseñanzas del distinguido clínico de Stuttgart mas me perjudicaron que me favorecieron, porque su suposición de que la fiebre aumenta en cuanto la dosis de cinamato es un poco excesiva, me hacía ver en la fiebre propia del proceso, un efecto de la medicación que yo mismo consideraba atrevida y hasta temeraria; su célebre estadio primero de congestión y leucocitosis perituberculosas, me hacía ver una hemoptisis inminente en cada esputo ligeramente manchado de sangre, y una congestión pulmonar, acaso mortal, en cada aumento por insignificante que fuese de la dispnea; su proceso esclerosante, fímico y parafímico, me hacía temer siempre la pulmonía crónica intersticial; la taquicardia, la anorexia invencible y hasta la diarrea inexorable, parecíanme productos de las acciones tuberculosa y tóxica de la medicación imprudente, asociadas, y cien veces volví a las dosis landerianas, y cien veces volví a aumentarlas temerosamente hasta el doble o el triple. De todas maneras los tuberculosos se me seguían muriendo. En esta situación llegó a mi sala de hombres un enfermo con una hemoptisis brutal, que a primera vista mas parecía de origen cardiaco que de origen tuberculoso.

Era un jornalero natural de Sobrado de Picato, en la provincia de Lugo de 52 años de edad, casado, y sin antecedentes hereditarios que hicieran al caso. Como antecedentes personales, los mismos de todos los jornaleros: falta de comida y sobra de vino malo; pero sin ningún estado patológico bien definido, hasta el comienzo de la enfermedad actual. Nos refirió que hacia dos meses, estando trabajando, había sentido un fuerte dolor en el costado izquierdo, que se extendió al día siguiente al otro costado y a la espalda, acompañado de escalofríos y fiebre, contínua primero, vespertina y nocturna después. A los ocho días pudo levantarse; pero sentía fatiga y dificultad de respirar al menor ejercicio, tenía mucha tos con expectoración abundante, siguiéndole los dolores en el pecho, si bien menos intensos, y la fiebre por la tarde y por la noche, que terminaba por la mañana temprano con grandes sudores. Un mes antes de su entrada en la clínica, previo un aumento de la dispnea, empezó a arrojar esputos sanguinolentos, continuó echándolos durante dos o tres días y por último se le presentó una hemorragia copiosa por la boca, casi sin tos, que le duró algunas horas; esta hemorragia se repitió quince días después, y al presentarse por tercera vez, se había venido al hospital.

He aquí el síndrome que ofrecía en la primera visita: enflaquecimiento, mirada triste, ojos hundidos y rodeados de un circulo violáceo, pómulos salientes y rojos, palidez del resto de la piel y de las mucosas, lengua saburrosa, anorexia completa, estreñimiento, sed, pulso frecuente y pequeño (100 pulsaciones por minuto) palpitaciones cardiacas, fiebre (39°), dispnea (25 inspiraciones por minuto), tos frecuente y fatigosa con expectoración sanguínea abundante, de la cual había llenado una escupidera durante la noche anterior; por percusión, macidez en los dos vértices pulmonares que llegan hasta la cuarta costilla por delante, haciéndose un poco mas extensa por detrás en el lado derecho; por auscultación, crepitaciones y gorgoteos en varios puntos de las zonas macizas, soplo tubario, pectoriloquia áfona, y un ruido de roce pleurítico al nivel de la parte media del tercer espacio intercostal derecho. Tenía además dolores torácicos poco fijos y mal localizados. Las orinas eran encendidas y escasas.

Prescribí una poción con ergotina y ordene a los internos encargados de este servicio el examen de los esputos. Al día siguiente vi las preparaciones y tenían un verdadero cultivo de bacilos asociados a estreptococos a estafilococos y a tetrágenos; el síndrome era igual, incluso la hemoptisis, habiendo llenado tres escupideras de expectoración sanguinolenta durante la noche; la fiebre había alcanzado los 40 grados y el enfermo no había tomado mas alimento que un poco de leche. La situación, como se ve, era gravísima, y bien podía clasificarse el caso entre los de tuberculosis galopante. Te vas a morir, me dije, pero no será sin que yo te meta un frasco de cinamato en el cuerpo, y sin que yo sepa de una vez si sirve para algo o si no sirve para nada. Y yo mismo le inyecté en el acto tres centímetros cúbicos de la disolución al 4 por 100 o sea, doce centigramos del medicamento, debajo del omoplato derecho. Y al otro día, diez y seis centigramos debajo del izquierdo, y al otro veinte, y al otro veinticuatro, y al otro veintiocho, y al otro treinta y dos, alternando los lados, y si no mejora, como mejoró, creo que sigo aumentando hasta el día del entierro. Pero al séptimo día la situación era muy otra. La fiebre que empezó a descender al cuarto, ya no existía; la hemoptisis, que quedó reducida desde el tercero a esputos estriados de sangre, había también desaparecido; previa desinfección intestinal por medio del salol, se habían restablecido y normalizado las deposiciones de vientre, se había limpiado la lengua y presentándose un hambre canina. En los signos locales de los pulmones, no se apreciaba modificación ninguna, pero habían desaparecido los dolores torácicos y el enfermo respiraba mucho mejor.

No es mi objeto relatar la observación clínica posterior, ni tiene mucho que relatar. Cuando las cosas en clínica van bien, no hay más que decir, sino que van bien y mejor cada día; que se curó el enfermo y Pax Christi. Lo que me interesa decir es, que desaparecidas la fiebre y la hemoptisis, bajé la dosis de cinamato gradualmente hasta veinte centigramos diarios, y que a los tres meses quedaba solo un poco de tos con expectoración sin bacilos y a los tres y medio salió el enfermo del hospital con seis kilos más de peso, contento, sin tos, sin ningún síntoma de pecho, ni de ninguna otra parte, sano. ¿Dónde estaban las acciones congestivas, hasta ser henorragíparas, y las piretógenas del cinamato de sosa, observadas por Landerer? No aparecieron. ¿Es que las determinan las pequeñas dosis del medicamento, mientras las grandes dosis son hemostáticas, descongestionantes, y febrífugas? Si se dan por buenas sus observaciones, así tiene que ser; porque respecto a las mías, tienen el testimonio irrecusable de cien alumnos que las han presenciado y hasta recogido, como recogió la del enfermo citado el alumno D. Aurelio Mario Munoz y con su firma y con sus propios juicios, que son también los expuestos, la conservo.

Mas en todo caso, esta observación contiene el descubrimiento de un tratamiento original y nuevo, al que si por ser mío, se le regatean los méritos, bien regateados están. Con que siga curando tuberculosos, como el historiado, me conformo y aún me doy por muy satisfecho, porque ya de antemano estoy pagado con la alegría mas pura y mas intensa que he sentido en mi oficio de médico, al sanar a aquel pobre hombre; con la que me han hecho sentir las otras curaciones posteriores de tuberculosos pulmonares, y con la confianza que ahora trato esa enfermedad que me ha hecho devorar tantas amarguras como clínico. A partir de la preinserta observación, mi conducta ha variado poco o nada. Considero la dosis de veinte centigramos diarios de cinamato de sosa, como la dosis normal que sin embargo, he tenido que sobrepasar con frecuencia, por lo común de modo transitorio y al principio del tratamiento.

VI

Para sacar todo el provecho posible de este tratamiento de la tuberculosis pulmonar, se ha de proceder a él con estos dos convencimientos:

Con el convencimiento de que la tuberculosis pulmonar abierta, cavitaria y febril, es incurable por todo otro tratamiento, porque la proporción de curaciones que se dice obtenidas por otros procederes es tan pequeña, que ni probabilidad razonable puede constituir de terminación favorable, en ningún caso concreto.

Con el convencimiento de que el proceso anatómico, expuesto por Landerer, como consecuencia de las inyecciones de cinamato, proceso que sería peligroso siempre, y mortal en cuanto se exagerase un poco su intensidad, bien por predisposiciones irritativas del sujeto o bien por dosis exageradas del remedio, no se realiza jamás con las dosis de cinamato de sosa que propongo. Este medicamento, como todos, tendrá dosis tóxicas; para algunos sujetos, puede que lo sean las máximas a que yo he llegado en contados casos; pero, yo afirmo que ni con las más altas de las citadas, he visto nada que pueda atribuirse a una intoxicación medicamentosa, ni creo que nadie lo verá si sigue mis procedimientos y no lleva las acciones terapeuticas mas allá de lo necesario; teniendo también entendido que las probabilidades de curación están en razón inversa de las dosis necesarias para producir la primera mejoría.

He aquí ahora mi práctica constante: en los casos raros, como el referido, en que la indicación de suprimir los fenómenos morbosos es tan urgente, por la gravedad de éstos, que no consiente apenas graduaciones ni esperas, procede como procedí entonces; aumentando las dosis rápidamente y sin interrupción, hasta obtener la mejoría. Pero en los casos ordinarios, después de llegar con la tercera inyección, a la dosis normal de veinte centigramos de cinamato, persisto en ella durante diez días, que empleo además en hacer la desinfección gastrointestinal y en establecer por tanteos la dieta adecuada a la capacidad digestiva del enfermo; porque juzgo tan indispensable al éxito del tratamiento una alimentación racional y suficiente, como juzgo funestas las prácticas actuales de la sobre-alimentación a todo trance.

Si cubierta la indicación, no por accesoria menos importante que la misma indicación fundamental, de normalizar en lo posible el aparato digestivo, no se presenta la mejoría después de la décima inyección normal, aumento las dosis de cuatro en cuatro centigramos deteniéndome en cada aumento dos o tres días. Repito que la dosis máxima a que he llegado, ha sido la de setenta centigramos y solamente en dos casos de los cuales, uno se curó y otro se murió agotado por la diarrea; pero estoy dispuesto a aumentarla, si el caso Io exige, hasta la iniciación de fenómenos tóxicos que hasta ahora no he presenciado.

Obtenida la mejoría, si he sobrepasado la dosis normal, vuelvo a ella gradualmente, siempre que no sobrevenga una nueva agravación, porque en este caso aumento de nuevo las dosis y las sostengo hasta reproducir la mejoría, haciendo luego exploraciones de disminución, termómetro en mano, de cuatro en cuatro o de cinco en cinco días; porque mientras la fiebre persista, por pequeña que sea, no hay mejoría definitiva; pero jamás abandono las dosis normales hasta la desaparición absoluta, no solamente de los bacilos en la expectoración, sino hasta la desaparición de la expectoración misma, aunque no sea ya bacilar, y hasta la desaparición de la tos. Por supuesto que todas estas desapariciones o son coetáneas o se suceden con muy pocos días de intervalo.

VII

Cuando los tuberculosos tratados tienen fiebre, el primer fenómeno de alivio es la desaparición de la fiebre y como el proceso febril es en la mayor parte de los casos el determinante de la anorexia, al desaparecer la fiebre renace el apetito sin mas ayuda. Mas no sucede siempre lo mismo por causa de atonía o de irritación gastro-intestinal; y entonces persisten, con la anorexia, los sudores matinales, que no se suprimirán, hágase lo que se haga, hasta que la alimentación sea suficiente, bien digerida y bien absorbida. La insistencia en la desinfección intestinal, la dieta conveniente, pequeñas dosis de alcalinos antes de las comidas y de estricnina después, vencen de seguro esta situación, como no dependa de ulceraciones tuberculosas, que incapaciten al aparato digestivo para su función, contingencia la más desgraciada que puede ocurrir a un tuberculoso, porque de ordinario la incapacidad es definitiva. La clave de la curación de la tuberculosis pulmonar, está en la integridad funcional del aparato digestivo o cuando menos en su función suficiente.

Si la tos era quintosa y la expectoración difícil, pierden estos caracteres desde las primeras inyecciones. La tos se hace húmeda y nada penosa, la expectoración fácil y muchas veces aumenta esta última durante unos días. Al fin de la primera quincena de tratamiento es ya evidente la disminución de la tos y de la expectoración, disminución que ya no cesará, de ordinario, hasta su desaparición completa, si bien la rapidez de esta marcha es sumamente variable y aún de retroceso y agravación. La disminución de los bacilos en los esputos no se aprecia, por lo general, hasta el final del segundo mes, y también pueden aparecer alguna vez aumentados después de haber disminuido. Pero estas oscilaciones terminan pronto, la marcha uniforme hacia la curación acaba por establecerse para no volver a retroceder, y en las dos terceras partes de los casos la desaparición definitiva de los bacilos se observa antes de empezar el cuarto mes de tratamiento, quedando todavía alguna tos con expectoración mas menos espesa en la cual el análisis bacteriológico suele descubrir mayor o menor cantidad de filococos y de estreptococos que no tienen ninguna mala significación pronóstica. Esta tos y esta expectoración remanentes duran mas o menos, según la cuantía de las lesiones pulmonares; pero es raro que subsistan mas de un mes y, por consiguiente, la duración media del tratamiento, viene a ser de cuatro meses, poco mas o menos.

VIII

Fuera de los casos de muerte, en los cuales los bacilos no suelen desaparecer por completo, hay una tercera parte de los otros casos en que no desaparecen hasta el fin del quinto y aún del sexto mes; en cambio hay otra tercera parte de estos casos en que desaparecen en el curso del primer mes. Dos enfermos tuve en el hospital y uno mas tarde en la consulta, a los cuales solamente se les encontraron bacilos en el primer examen no obstante, debe hacerse éste por sistema, cada ocho o cada diez días a lo sumo. Porque hay casos, y no tan pocos que constituyan excepción, en que la curación de la tuberculosis pulmonar es tan rápida como puede ser la de la pulmonía pneumocócica mas leve.

IX

Y vamos ya, señores, a apreciar los resultados obtenidos con mi tratamiento de la tuberculosis pulmonar. Nada mas delicado y difícil que una buena estadística médica y nada mas propenso a errores que la comparación de las estadísticas de resultados obtenidos por los diversos tratamientos antituberculosos; porque según sean los casos y las condiciones higiénicas en que se traten, así serán o no serán comparables las tales estadísticas. Entre mis tuberculosos ha habido de todo; pero han sido mas numerosos los tratados en medianas o malas condiciones higiénicas, que los tratados en condiciones higiénicas irreprochables; y cuando en un conjunto semejante se obtiene una proporción de curaciones radicales y definitivas, como la que yo he obtenido, cuatro o cinco veces superior a la de las estadísticas mas favorables de las publicadas, ha de concluirse que estamos en posesión del remedio específico del mal.

La proporción de las curaciones de tuberculosis pulmonar obtenida con el tratamiento que dejo expuesto, sobrepasa la cifra del 80 por 100 de los casos tratados. Solamente en un libro, sin limitación de tiempo ni de espacio, es posible la formación de una estadística razonada, con el análisis completo de los casos curados y de los casos de muerte, y este libro esta en preparación.

En este acto, fuera cual fuese la estadística que yo pudiera presentar, se me haría un honor creyéndola sincera y bien formada; pero después de los desengaños sufridos por todo el mundo con los mil y un tratamientos preconizados contra la tuberculosis pulmonar, sería en mí, una pretensión loca pretender que saliérais de aquí, con solo oírme, convencidos de lo mismo que yo lo estoy, es decir, que la tuberculosis pulmonar, hasta en sus formas graves y avanzadas, es curable y se cura, cuando menos 80 veces de cada 100. No es esta ni podía serlo mi pretensión, con estadística o sin ella.

Mi objeto es sencillamente anunciaros lo que estimo buena nueva, sin secretos ni reservas de ninguna clase, para que vosotros la confirméis en vuestras clínicas o en vuestras clientelas, o para que me condenéis por iluso. La comprobación o la negación tienen las dos indiscutibles ventajas de que el tratamiento propuesto es facilísimo para todo medico, hasta en la última de las aldeas, y de que es absolutamente inofensivo. Estad seguros de que lo peor que os puede ocurrir al experimentarlo, es que no sea bastante eficaz para reparar, lo por ley de vida, irreparable; mas no hará por sí ni una sola víctima. Y bien sabéis que no hemos podido decir lo mismo de todos los tratamientos antituberculosos preconizados después de no resultar antituberculosos.

X

Considerando, como considero al cinamato de sosa, medicamento específico de la tuberculosis pulmonar, de tanto valor como la quinina en el paludismo, he procurado darme cuenta de sus fracasos relativos y absolutos, o sea de la rebeldía de ciertos tuberculosos, pocos, a sus acciones y de la muerte de otros tuberculosos, a pesar de sus acciones. La prueba de esta cuenta exige la exposición de teoremas anteriores bien demostrados, en la cual exposición he de detenerme un momento.

La tuberculosis, como todas las enfermedades infecciosas, es producto de dos factores: microbio y terreno, y aunque en abstracto se pueda decir como tal producto, debe crecer o aumentar cuando aumenta cualquiera de sus factores o los dos a un tiempo; en concreto y por datos positivos de experiencia, tenemos que considerar uno de sus factores, el microbio, como constante y hacer depender las variaciones del producto de las variaciones del terreno orgánico, de la predisposición. Sencillamente porque la virulencia, la germinación y la vida, en suma, del microbio, son cuestión de medio de cultivo, y aumentan o disminuyen en razón directa de las condiciones tuberculizables del sujeto.

Esta predisposición es una enfermedad positiva conocida o ignorada, hereditaria o adquirida; pero dejando a un lado su naturaleza que no es del momento, teniendo que depender la máxima intensidad del proceso tuberculoso, de la máxima predisposición, podríamos concluir que la rebeldía y la incurabilidad del mismo proceso dependen de la máxima predisposición igualmente. Y sin embargo, esto no es verdad mas que en parte. La incurabilidad depende mas bien, de la localización de las lesiones. Por eso hablo de tuberculosis pulmonar y no hablo de otras formas y localizaciones tuberculosas de las que ha llegado la ocasión de hablar, porque para los que me conocen habrá sido muy extraño que siendo constitucionalista en las infecciones y no localicista, limite mi tesis a una localización de la tuberculosis.

Separemos desde luego la rebeldía que puede vencerse, al cabo, con la cuantía de las dosis del medicamento y con la persistencia de la medicación, cuando depende de una predisposición máxima. Actualmente trato y tengo muy próxima a la curación a una enferma, la mas joven de once hermanos, de los cuales se han muerto nueve tuberculosos y la tuberculosis fue también, la que mató a su madre. El proceso de esta enferma empezó por una pleuresía tuberculosa, y la invasión lesional de sus pulmones ofreció todos los caracteres de una tisis galopante; si no suponemos en ella la predisposición máxima, habremos de convenir en que la predisposición hereditaria máxima es indiagnosticable. Atengámonos a la incurabilidad.

Se comprende, sin esfuerzo de ninguna clase, que una infección masiva y brutal que ocasiona una granulia general y asfixiante, no dé tiempo para que actué ningún medicamento y sea mortal de necesidad; yo lo acepto; pero digo que estos casos son absolutamente excepcionales, y que yo no he tenido ocasión de tratar ninguno por el nuevo procedimiento. Se comprende, asimismo, que una meningoencefalítis tuberculosa mate con la misma rapidez, y que aunque se pueda enfrentar y curar la infección, ocasione lesiones remanentes comunes, de consecuencias funestas a corta o a larga fecha. Y se comprende, por último, que una artropatía tuberculosa, que ha llenado la articulación de vegetaciones, y destruído sinovial y cartílagos, no pueda ya terminar por la “restitutio ad integrum” de la articulación, pese a todas las desinfecciones; gracias que termine por una anquilosis en firme. De meningo-encefalitis tuberculosa, tampoco he tratado ningún caso; pero de artropatías, con todo el síndrome de las tuberculosas, he tratado varios, y en ellas, con las restricciones apuntadas, sostengo igualmente la acción específica del cinamato de sosa, como la sostengo en el lupus tuberculoso, no obstante haber tratado dos solos casos y los dos sin éxito completo, no por culpa mía ni por culpa del medicamento, sino por culpa de los enfermos que no pudieron o no quisieron continuar el tratamiento después de obtenido un alivio tan considerable que, contra mis afirmaciones terminantes, se creyeron curados. De las demás localizaciones posibles de la tuberculosis, excepto de la que ahora hablaré, tampoco tengo experiencia personal y nada puedo decir.

Lo que resulta de mis experiencias, es que la localización tuberculosa que ha determinado la incurabilidad y ocasionado la muerte, ha sido siempre la localización gastro-intestinal, o al menos, han sido los trastornos digestivos los que han acabado con las energías y con la vida de mis casos desgraciados. Y no es que con los primeros vómitos o las primeras diarreas, la incurabilidad quede declarada y definitivamente establecida, nada de eso; el mismo medicamento tiene acciones admirables sobre estos trastornos primeros. Cuando significan incurabilidad, es cuando existen al empezar el tratamiento, cuando han ocasionado ya una depauperación extrema, y cuando impiden, en un plazo de semanas, agregar a la acción medicamentosa una alimentación suficiente.

No dudo que otras localizaciones lesionales puedan tener la misma significación; tales, por ejemplo, como la cardiaca y la renal; pero yo no las he encontrado, y me limito a lo visto; y lo visto por mí es, repito, que mientras los tuberculosos en regulares condiciones, por supuesto, de aire y de luz, comen, digieren y absorben lo suficiente, son curables, sean cuales fueren sus lesiones pulmonares. Y si se me dice que con las lesiones pulmonares extremas coinciden siempre las lesiones y los trastornos digestivos consiguientes, ni lo afirmo ni lo niego: me atengo a lo dicho. Porque no podríamos ponernos de acuerdo sobre lo que debe entenderse por lesiones pulmonares extremas, y porque a la Medicina se le debe pedir que cure enfermos, mas es irracional pedirle que resucite muertos y en trance de muerte inevitable, está el que no tiene ya pulmones bastantes para la función hematósica.

A lo cual, dicho sea de paso, no llega casi ningún tuberculoso; porque para satisfacer esa función, basta la mitad de los pulmones y es rarísimo que la tuberculosis los destruya hasta ese punto, sin ocasionar, u otras localizaciones mortales, o la toxemia mortal. Y esperar a tratarse la tuberculosis en esas extremidades es un verdadero suicidio, cuya evitación no corresponde al medico. El hecho es que con mi tratamiento, se curan los tuberculosos que no se han curado jamás y que está llamado a disminuir la mortalidad por tuberculosis a una cifra tan baja o mas baja, que la representante de la mortalidad por otras infecciones, como la sífilis, para las que poseemos remedios especificos bien acreditados.

XI

Queda la última cuestión que, bien mirada, ni es cuestión siquiera. ¿Como obra el cinamato de sosa? ¿Es antibacilar o bacilicida? ¿O es antitoxínico? ¿Esteriliza el terreno? ¿Podría ser preservativo además de ser curativo? No puedo contestar a estas preguntas mas que con los datos de la experimentación clínica, porque no he tenido tiempo de hacer otra. Ahora me ocupo en averiguar las acciones del cinamato sobre los cultivos del bacilo de Koch, y mas tarde averiguaré sus acciones en los animales antes y después de ser inoculados con los mismos cultivos puros, y con los cultivos tratados por el cinamato. Pero la marcha del proceso de curación, que empieza por la cesación de la fiebre y por una sensación general de alivio, de las mas notables, persistiendo, sin embargo, los bacilos en los esputos hasta las postrimerías del mismo proceso, me parece demostrar que las acciones del cinamato se ejercen principalmente sobre las toxinas, si bien al fin y al cabo ha de aceptarse su acción bacilicida, puesto que hace desaparecer los bacilos; acción inexplicable por otro mecanismo, que no sea la esterilización o inadecuación del terreno para la vida microbiana. Esta inadecuación, en principio, podría ser durable o transitoria, y en el primer caso estaríamos autorizados para emplearlo como preservativo con las mismas o mayores probabilidades de éxito que yo lo he empleado como curativo. Los resultados de mis observaciones no consienten tan agradables esperanzas, que solo la higiene puede, yo creo, convertir en hermosas realidades.

Es más: creo que la tuberculosis pertenece a la clase de infecciones que no producen inmunidad para volverlas a padecer cuando una vez se han padecido, si es que no tenemos que incluirla en la clase de las que aumentan la predisposición. Uno de los casos observados en mi clínica oficial, fue el fundamento de estas conclusiones mías, que después he visto confirmadas por otro de mi clientela. Tratábase en el primero de un joven de 26 anos, soltero, natural de Valencia y empleado en La Correspondencia de España huérfano de padre tuberculoso, y tuberculoso él mismo con tuberculosis abierta, y con signos cavitarios en el vértice del pulmón izquierdo. El contenido bacilar de los esputos era abundantísimo. Pues bien, este enfermo estaba curado a los veintitrés días de tratamiento, y al mes salió del hospital, sin ningún síntoma local ni general que autorizase ningún género de sospechas sobre la realidad de su curación. Así se mantuvo perfectamente nutrido y sano, mas de un año; pero al curso siguiente, volvió a presentarse en la clínica, por que, según él, se había constipado y había echado dos o tres esputos manchados de sangre que le habían asustado. Reconocido el pecho, se notaron algunos roncus en el mismo vértice pulmonar lesionado el año anterior; y examinados los esputos, se encontraron en él los de ocho a doce bacilos por campo. Se le sometió de nuevo al tratamiento y la curación esta vez fue mas rápida que la primera, pues que a los quince días no había nada que indicase ni rastro del proceso. No ha vuelto a presentárseme, y de esto hace mas de dos años, de lo que induzco que la curación se mantiene.

Estos son los hechos, señores. Al volver a vuestras clínicas, a vuestras clientelas y a vuestros laboratorios, experimentad, yo os lo ruego, el tratamiento curativo de la tuberculosis pulmonar que he tenido el honor de exponeros; y cuando lo hayáis experimentado, hacedme a mi justicia estricta, y hacedle a mi España la justicia de reconocer que hace cuanto puede por ser digna compañera de las naciones que representáis, en la hermosa tarea de iluminar los campos obscuros de la Medicina.

Conclusiones

– Los tratamientos para tuberculosis pulmonar recomendados hasta ahora, no han podido reducir la mortalidad causada por este flagelo. La proporción de curaciones por creosota, gaiacol y sus derivados, no supera la cifra del 5 por ciento (Burlureaux). El que nosotros hemos obtenido por el bálsamo de Perú, el ácido cinámico y el cinamato de sosa, según el método Landerer (de Stuttgart), es inferior al 20 por ciento, lo que resulta del uso de arsenicales, en general, y cacodilatos en particular, es absolutamente insignificante, a pesar de reclamaciones de Armand Gautier. Las tuberculinas son fatales. El suero de Maragliano no ha convencido a nadie, excepto a su autor. Los sanatorios por su sola higiene, son insuficientes, además de que no son aplicables a todos los pacientes con tuberculosis. No hablo de glicerofosfatos; son casi industriales, ni del ácido ósmico u otras medicamentos que pertenecen a la historia. Respeto y elogio los esfuerzos y las esperanzas de los higienistas, pero solo hablo como clínico.

– En el tratamiento de la tuberculosis pulmonar por el método de Landerer, con solución de hidróxido de sodio 4 a 100 en agua destilada, usada en inyecciones intravenosas, me dio resultado en cinco. Atribuyo esta curación a la ligereza del caso, y pienso lo mismo de las curaciones de Landerer. Sin embargo creo que el tratamiento de éste representa un progreso positivo en terapia antituberculosa. Él inspiró mi propio tratamiento.

– Mi experimentación clínica se realizó con la misma disolución Cinamato de sosa al 4%, esterilizado, utilizado por Landerer, pero en inyecciones subescapulares, y en dosis diez a veinte veces mayor. Estas inyecciones son absolutamente inofensivas.

– Los pacientes con tuberculosis en los que experimenté, eran todos sin excepción, febriles, con tuberculosis abierta, cavitaria, presentando muchos bacilos en el esputo.

– Siempre empiezo inyectando tres centímetros cúbicos de dicha disolución, debajo de la escápula, atacándola cerca de su borde interno; al día siguiente elevo la dosis a cuatro centímetros cúbicos; el tercer día introduzco cinco centímetros cúbicos, es decir, veinte centigramos. Sobre la medicación, considero esta dosis como normal, y lo repito los siguientes días.

– En el caso de que la mejora no se sienta después de diez inyecciones, Aumento la dosis a seis, siete, ocho … centímetros cúbicos llegando a la dosis máxima de setenta centigramos de cinamato pero la necesidad de aumentar la dosis más allá de veinticuatro centigramos, o el uso de seis centímetros cúbicos de la disolución, es bastante excepcional.

– El primer fenómeno de mejora que observamos es la desaparición de la fiebre; el segundo la reaparición del apetito, y luego rápidamente viene la disminución de la tos y el esputo. Después de un mes o dos, los bacilos comienzan a disminuir, y generalmente después de tres meses, se han ido. El tratamiento dura un promedio de cuatro meses.

– En un tercio de los casos, la desaparición de los bacilos no ocurre hasta quinto o sexto mes; pero en otro tercio la desaparición se hace después de un mes mas o menos.

– La proporción de curaciones que obtuve con este tratamiento excede la cifra en un 80 por ciento; pero no hago estadísticas mi único objeto es comunicar al Congreso y a todos los médicos que mi tratamiento para la tuberculosis pulmonar, es realmente el tratamiento curativo de esta enfermedad. Cualquiera que quiera comprobarlo, puede hacerlo fácilmente.

10ª – Los muertos, a pesar de mi tratamiento, fueron, sin excepción, de tuberculosis pulmonar con lesiones gastrointestinales muy avanzadas, y no murieron de tuberculosis, sino de hambre. Yo creo que el daño pulmonar por sí solo, no representa un obstáculo insuperable para la curación, sea cual sea su extensión y su importancia. El futuro dirá.

11ª – Ahora me encargo de experimentar in vitro, la acción del cinamato en cultivos de bacilos tuberculosos.